Domingo, 17 de Mayo de 2009
TEATRO › LAS CAROLINAS, DE LAURA CORDOBA Y ANDREA CHACON ALVAREZ
Un melodrama narrado en interiores
Dramaturga y directora de la obra ganadora del Premio Argentores de Teatro Semimontado en 2006 exploran la conflictiva relación entre dos generaciones de mujeres. “Trabajamos sobre cómo se borra el status de madre e hija”, dicen.
Andrea Chacón Alvarez y Laura Córdoba conversan, divertidas, mientras el fotógrafo les pide que posen. Y no es que la bebida haya surtido repentino efecto: apenas mojan sus labios en el tinto. Sencillamente, son amigas. Se conocieron hace cuatro años en un taller de dramaturgia dictado por Marcelo Bertuccio, donde germinó la obra Las Carolinas, “melodrama de interiores”, que se presenta todos los domingos a las 21.30 en Puerta Roja (Lavalle 3636) y que resultó ganadora del Premio Argentores de Teatro Semimontado en 2006.
... Casi al unísono, cuentan cómo fue aquel ejercicio que les propuso el dramaturgo. “Marcelo te da material para que vayas elaborando tu trabajo”, arranca Andrea, directora de la obra. “La pauta era transgredir la ley de correspondencia de la Filosofía Hermética”, la pisa Laura, la autora. Y continúa: “Mi idea fue contrariar la ley de gravedad. Pensé en una Tierra saturada de agua, en donde llueve de abajo hacia arriba. No es algo que pase realmente, sino que es lo que una hija le construye a la madre para vengarse. A partir de esa escena, armé el resto del texto para atrás. Hasta que terminé sacando lo de la lluvia”, explica jocosa.
Así, lo primero que se ve sobre el escenario cuando la obra comienza fue lo último en surgir: una habitación de departamento con una ventana de persianas rotas, sostenidas por un secador de piso; dos reposeras kitsch rodeadas de revistas de moda y actualidad de la farándula; y, sentadas al poco sol que se cuela hacia dentro de ese reducto, Carolina madre y Carolina hija, charloteando tal como sus creadoras. Hasta que algo inesperado sucede: una carta, una declaración de amor, se desliza por debajo de la puerta. Claro, dirigida a Carolina... ¿Madre o hija? “Así como en el melodrama tradicional hay una cadena de coincidencias que trabaja como conductor de la historia, acá lo que aparece es una ilación de desencuentros”, explica Andrea.
–La obra pone en escena un vínculo de familia enraizado hasta la confusión de los roles de quienes lo integran. ¿En qué se basa?
L. C.: –La verdad que buscar el porqué de poner a una madre y una hija... No sé por qué, algo me debe haber pasado en esos días. Lo fui escribiendo con Andrea y con otras personas, y semana a semana le fui agregando escenas. No sé si tomé cosas concretas, pero sí creo que la relación con mi madre podría haber terminado así. Ese es mi fantasma: la posibilidad de haber terminado encerrada con mi mamá haciendo cosas inútiles.
A. C. A: –Trabajamos sobre cómo se borra el status madre–hija. De hecho, en la obra, entre ellas se llaman por su nombre. Es muy encantador quedarse con la madre, en el espacio seguro de la casa materna. Es un lugar al que uno vuelve siempre que está en problemas. Ojo, también puede ser otro espacio que tenga la misma calidad de contención, un espacio en el que se genere una fricción: por un lado, uno desearía poder quedarse, pero al mismo tiempo significa la muerte. Lo que más me interesa de la obra es ver cómo todo se empieza a descomponer por la presencia de un amor profundo que los personajes no pueden vehiculizar.
–¿Tomaron vivencias de la cotidianidad con sus madres para incluirlas en el texto?
A. C. A.: –Sí, hay cierta promiscuidad en la invasión de los espacios... Toda la primera parte en que la madre lee y le comenta todo lo que va leyendo eran imágenes de verano con mi madre en la playa. Eso me pasó muchas veces.
L. C.: –O que tu mamá te pregunte cosas y vos no tengas ganas de hablar, y ella insista con sacar un tema... ¡Uno quiere hablar pero con otro! Quizá sea lo arquetípico de la relación de una madre y una hija: quedarse en el regazo materno eternamente pero odiando esa situación al mismo tiempo.
A. C. A.: –Hay un grado de culpa por abandonar la familia. En mi caso, por ejemplo, toda la familia se dedica a la moda. Entonces tengo cierta culpa por abandonar el mandato familiar. Cuando empecé a vivir sola, siempre me preguntaba: “¿Qué estará haciendo mi madre ahora?”. Pero es la única manera de avanzar...
–A partir de la elaboración del guión, ¿cómo continuó el trabajo?
A. C. A: –Trabajo mucho con el acontecimiento que se produce entre el encuentro del texto, el autor, los actores y el director. En el momento del ensayo, hay algo que se produce en ese encuentro. Entonces, trabajé sobre improvisaciones, para no entrar directo al textual. La idea era ver cómo achicábamos la distancia entre el texto y los actores, cómo multiplicábamos el texto de Laura.
L. C.: –Es bastante extraño lo que pasó con esta puesta. Yo, siendo autora, no la dirigí, lo cual es muy raro en Buenos Aires. Ahora los dramaturgos dirigen sus textos. Está muy de moda el “yo”: yo escribo, yo dirijo, yo actúo.
A. C. A.: –La figura del dramaturgo adquirió mucha preponderancia... Es él quien monta todo su trabajo.
–¿Por qué?
L. C.: –Hay pocas ganas, poca motivación para tomar el texto de otro, lo que otro ha dicho. Estamos viviendo un momento muy autorreferencial, donde es difícil confrontar. Dar a dirigir lo que uno escribió o dirigir lo ajeno es confrontar. Y el traspaso que se abandona no solamente haría más rico al producto, sino que lo haría más humano. Si no es como Internet: me creo que estoy conectado con todo el mundo, pero en realidad estoy dando vueltas solo por el circuito de mi cerebro.
A. C. A.: –Cuando uno agarra el texto de otra persona, surgen dos conflictos. Uno, el de la obra en sí y, el otro, el que te genera en el encuentro con el cuerpo. Pero fue nuestro trabajo ver cómo nos acercábamos al manuscrito de manera orgánica.
Entrevista: Facundo Gari.
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