miércoles, 8 de julio de 2009

Las Carolinas en Ruleta China

She's not me
POR CECILIA PERNA

¿Dónde estará el límite entre mamá y yo? Una vez me dijo mi psicóloga: “No te preocupes, las discusiones con tu mamá se van a terminar el día que vos tengas tu propio hijo, ahí van a entenderse”. Yo le contesté: “Eso siempre y cuando me toque un hijo y no una hija, porque si me nace nena lo único que va a pasar es que el problema va a correrse una generación para adelante”. No hubo contraargumento.

Efectivamente, las chicas caemos al mundo con el cartel de “no deseadas” pegado en la cabeza. Somos algo así como el spam de la humanidad. Y eso incluso a pesar del amor sincero y efectivo que nuestras madres sienten por nosotras. El cuerpo que, durante 9 meses, nos fabrica con cuidado, en la no conciencia de su secreto, pertenece ya a una mujer que sabe de antemano que nuestras relaciones de identidad van a traer conflictos: lo sabe porque fue igual con su madre y con la madre de su madre y con la madre de su madre de su madre, y así.

Ellas (las madres) saben que nuestra identidad como mujeres, ronda siempre la identidad pegote de mamá-con-hija (“y eso está mal”, “no tiene que ser”, “no se puede”). Lejos de cortarse en algún punto de la vida, esa identidad es un cordón inmenso que va atando el conflicto generación tras generación, pudiendo, por ejemplo, hacerlo caer todo junto y de golpe, en cualquier momento del día, desde los confines de la historia, hasta una tonta discusión telefónica.

La única cosa que puede cortar ese largo y antiguo cordón es la no reproducción, o la producción exclusiva de varones. Sí, una nena siempre acarrea la etiqueta de “no deseada”, en cambio los varones traen consigo filosas espadas al servicio del amor, ese amor que, en nuestra cultura, no puede ser pensado más que como corte. Y es esa la fantasía que se pide sostener a una mujer: la de la indiscutible necesidad de la llegada de un hombre, de un cuerpo diferente, de un otro, de un príncipe extranjero, un salvador. Alguien que venga con su espada y corte (como hijo, como padre, como amante, qué más da) el eterno cordón de los conflictos. Nuestros cuerpos de chica están mal cargados y entender el amor como corte es pensar siempre aún desde la ausencia, desde la falta, desde la muerte. A pesar de todo el esfuerzo filosófico, seguimos siendo arraigadamente metafísicos. Pero aún así vale preguntarse, ¿habrá acaso portador de una espada tan filosa que pueda cortar, junto con el conflicto antiguo, el poder de la generación que, cuerpo a cuerpo, se va pasando de madres a hijas?
Las Carolinas viven cual princesas en la torre, humilde y urbana, de su departamento. Esperan tomando el sol de la ventana. Comparten todo, hasta los nombres. Y esperan enjauladas en sus fantasías. Pero la Carolina joven está incómoda. Su incomodidad es el dato del conflicto antiguo, precedente a todo, incluso al conflicto tangible de la trama. “Yo no soy ella” piensa la Carolina joven “aunque ella tenga, incluso, mi nombre”. Lo piensa: no lo dice con palabras, pero está inscripto en su cuerpo. El conflicto tangible, sin embargo, no tarda en llegar y, por su puesto, tiene forma de hombre: un extranjero, alguien que viene de otra ciudad (una pequeña y chata) y que no es un caballero con espada, sino un trovador con charango. Lo que presenciamos a partir de entonces es la lucha de este trovador sin filos, por cortar el antiguo cordón de los conflictos.

Debajo de una aparente representación costumbrista -y algo absurda- del tedio urbano, Las Carolinas despliega secretamente la trama de los cuentos antiguos, esos que pueblan las fantasías de amor. Es una especie de Rapunzel en donde podemos, mal que nos pese, entender las profundas razones de la bruja, los deseos egoístas de la doncella y la desconcertada impotencia del enviado y salvador. Y así nos revela a nosotros mismos.

Es también una obra que, parece, nunca termina. Que puede empezar a impacientarnos en cierto punto pero que, también, de ese modo nos muestra cuán largo e interminable llega a hacerse este asunto. (...) El ritmo interno de la obra prepara varias veces nuestro cuerpo y expectativa para el clímax final pero, enseguida, vuelve a arrancar con una escena nueva cada vez… y entonces se hace necesario disponerse otra vez de cero, exponerse de nuevo a esa voz monocorde e inolvidable de la madre (tan logradamente lacerante), al gesto un poco duro y otro poco inocentón del amante, al tic desesperado, histérico de la hija. (...) Pero, en el fondo, nada de esto desentona con la obra, porque quizá las relaciones con las madres tengan también todos esos finales en falso, que nos preparan una y otra vez para un corte terminante que, igual que los príncipes, no llega nunca. En cuanto a mí, lo más cerca que siempre estoy de cortar con mi mamá es al teléfono, después de discutir por alguna pavada.